viernes, 10 de febrero de 2012

"Un inocente màs"

“UN INOCENTE MÁS”
De: Alberto Trejo Juárez
El día era muy bonito, desde en la mañana. Ese ingrato día nadie nos imaginábamos lo que se nos avecinaba en aquél día de muertos. Era el día dos de noviembre; el día de Todos Santos. En la mañana nos reunimos en casa de uno de los hermanos más chicos, en casa del Víctor, que es más chico que Ana y que la misma Natalia; que esa sin importar su edad nos maneja como ella quiere. Para ser exactos ella es la mediana de la familia, pero sigue siendo de los más chicos. Cuando yo llegué a la casa del Víctor todos me dijeron “¡Qué bueno que ya llegaron, Nabor!” “Ya tenemos las ofrendas reunidas para ir al panteón a celebrar con papá José Carmen” Por estas fechas mencionar a papá José Carmen me entraba el sentimiento. Hacía ya treinta y… no, treinta y cuatro años. Yo era un “chaval” todavía cuando él se fue para siempre de este canijo mundo. Al oír a Natalia, la mandona, se me rasaron los ojos por las lágrimas, o tal vez será que ya estoy viejo, no por algo soy el más viejo de todos los hermanos. Eso si desde mí, el más grande, hasta la “shocoyota”, que es la Cristinita. Ella nació cuando a mi papacito le faltaban nada más tres años para morirse. El murió que de cirrosis hepática, por aquello de la tomadera. Siempre le gustó el trago a mi santo jefecito. Al último tiraba unas flemotas , tan espesas, que válgame la Virgen Santa. Todos veíamos que se le estaba escapando la vida en sus tosidos, en trocitos de tosidos y la salida de las dichosas flemas que ya no le abandonaban, sin contar con la salida de su sangrecita por nariz y boca. Me acuerdo que se fue después de torcer sus ojitos cuando yo lo tenía arretrancado contra mi pecho, allá en la cama del hospital. Se estiró y allí quedo todo guango de su cuerpo. Se había despedido de esa forma de la vida.
Acá siempre ha sido la costumbre de tener muchos hijos, que para cuando “llegue la hora”: Que haya muchos ojos que le lloren a uno. Y a él se le cumplió su deseo. Doce hijos de al tiro tuvieron él y mamá Marianita.
El caso es que ese hermoso día soleado, bonito que estaba el canijo día. Cada uno agarró a sus hijos, los chiquitos, y los grandes, pues allá iban adelante marcándonos el camino a sus padres y a sus tíos más viejos de la familia. Las mujeres, todas repartieron las ollas y cazuelas, así como canastas con tortillas calientes, recién hechecitas. Para eso ellas se organizaron como siempre que nos juntamos para una fiestecita, o ida al campo. A cada quién nos dieron algo para ayudar en la llevada de la comida al camposanto, para ir a visitar a mi jefecito, a su última morada. A mamá Marianita la íbamos a ver hasta su pueblo en el mes de junio, que fue el mes que ella se despidió del mundo, y su santa voluntad fue que la lleváramos hasta su pueblo. Que por cierto está ya casi con el estado de Querétaro, hasta allá vamos a dejarle su ramo de gladiolas, que era su flor favorita “A mí cuando me muera me llevan gladiolas. No me vayan a llevar zempatzuchil , esa flor de muertos no me gusta; me llevan de la otra, para así sentir que estoy viva todavía ¿eh? No se les olvide” Así nos dijo siempre en vida, y sus órdenes se han cumplido al pie de la letra. No faltaba más.
Pues nada que ahí íbamos al paso, platicando cada uno sus historias, historias que no dejan de suceder en el tiempo que nos dejamos de ver.
No faltó que una de las hermanas platicó, secundada por su viejo. Que su hija, la más grande, la Herminia, ya se les había juido con el novio, que al final de cuentas ni lo conocían ellos, menos la familia. Comentaron casi en secreto para toda la familia, los hermanos y hermanas: Que el mero día de Santo señor San Isidro; en la noche casi se trastabillaban con ella, cuando iban para su casa, después de ir a la fiesta. Que allí estaban atravesados en el camino amándose los dos. Dijeron, un poco turbados, que solo se rodaron en el camino hacia la orilla. Que ya cuando iban a unos pasos voltearon a verlos, y en la oscuridad vieron que el muchacho, se iba subiendo los pantalones y que salió corriendo rumbo al lado tupido del pueblo. Que ella se quedó allí gateando buscando los matorrales que había a la orilla del camino. Dijeron que cuando ella llegó a su casa reconocieron el vestido floriado que le habían visto en la penumbra a la chamaca del camino. Para esto, mientras íbamos en la plática, ya íbamos por el ojito de agua que tenía el pueblo desde siempre. Aquél del que tomábamos el agua para las casas. Ya después ya no, porque metieron tubería a todo el pueblo. En eso si se puso guapo el gobierno, hace ¿qué?...ya casi va para veinte años. Cuando nosotros éramos niños ni para cuando; era solo como un sueño.
De allí donde íbamos ya se devisaba el panteón allá a lo lejos, completamente lejos del pueblo. El panteón estaba en lo que fueron los dominios de la hacienda de San  Antonio. Hacía un calorcito muy sabroso ese día, ya se antojaban las cervecitas que los hijos y sobrinos llevaban allá adelante, para ponerlas en la sombra al pié del ocotito que le plantamos al lado de la tumba de mi papacito, para que siguieran fresquecitas.
Volviendo a lo platicado por mí hermana. A la chamaca le dieron su regañiza, dijeron;  que la castigaron no dejándola salir a partir de ese día. Pero la canija les veló el sueño; al otro día, platicaron, que ellos solo oyeron un silbido, muy entre sueños en la madrugada ya del otro día. Al amanecer no apareció en su cama, ya se había huido. Y es hora que no saben nada de ella ¡Hay los muchachos! No miden riesgos ni peligros, echan a perder sus vidas, pero… “Nadie experimenta en cabeza ajena” por más consejos que se  les den.
Ya cuando volteamos a ver por donde habíamos pasado hacía un rato, vimos al sauce llorón y el fresno que crecen junto al ojito de agua, allá nos miraban cómo nos alejábamos de ellos, ya no nos quedamos a jugar a su sombra o trepados en sus ramas, como cuando éramos niños, esos tiempos ya se habían ido para nosotros, ya andábamos en la edad madura, con responsabilidades, penas y alegrías de familia.
Por estas fechas ya todos los cerros de por acá afuera del pueblo, y sus alrededores, están ya de color chocolate porque ya se fueron las lluvias, dejando la promesa de volver el año entrante y dejando en su lugar después de dar sus frutos y semillas todo lo que creció en el año. Para al final dejar el paisaje en rastrojos y hierba mala, seca; y dejando también los primeros polvos que se levantan, ya no se si son los primeros o últimos polvos del año. El chiste es que el paisaje se ve tristón de al tiro.
Llegamos al panteón, ya allá nos esperaban los sobrinos y los hijos. Los más chiquitos, que era una pipiolada, como decía mi mamacita, muchos niños. Que habían llegado hasta allá jugueteando y haciéndose las famosas carreras de los niños con el: “A ver quién llega primero a tal parte” y salían corriendo dejándonos atrás a todos los grandes. Cuando llegamos allá, ellos  ya andaban correteándose entre las tumbas. No les decíamos nada porque venimos, y todo el pueblo viene, a hacer fiesta con los muertitos de cada familia. Así que también los niños estaban como de fiesta con su gritería.
Las mujeres, después que limpiamos la tumba, se acomidieron a extender un mantel de cuadrillé encima de la misma lápida, y acomodaron las cacerolas platos y cazuelas a manera de mesa. Todos agarramos plato con guisado, tortillas y cerveza o refresco. Y nos acomodamos como pudimos; unos, sentados sobre otras tumbas no visitadas, o recargados en ellas. No faltó que uno de los hijos trajera un radio de pilas, algunos de ellos se pusieron a bailar después de comer. Que para bajar la comida. Habíamos comido: tortas de camarón con romeritos, chicharrón con chile verde, arroz, papas con chorizo, frijoles refritos. Todos estábamos gustosos compartiendo en familia, platicando las aventuras de todos, fue cuando oímos un golpe seco, un sonido a cemento hueco en la parte de atrás de la tumba de mi papacito. Todos vimos ahí caído abrazado todavía a la cruz de mi papá, era una cruz pesada hecha de granito que se le había caído encima al Jordancito, cuando voltee a verlo, estaba el inocente angelito como muñeco desguanzado, estaba caído por detrás de la cabecera de la tumba, su cuerpecito se miraba todo suelto y como si estuviera mal acomodado. A mí me entró una ansiedad de verlo así y después, ver al papá y la mamá correr como locos “¡No te mueras mi hijito, no nos dejes!” decía el papá y sus lágrimas caían sobre su hijo. Iban como idos con rumbo al pueblo con su inocentito en brazos. Era el niño más chico de la familia de Víctor, apenas tenía cuatro añitos. Que al ver allí tirado a su hijo había corrido a levantarlo, corrió con la esperanza que estuviera vivo todavía, después supimos que fue a buscar al médico del pueblo. El doctor le dijo que ya había fallecido el niño, que el golpe había ido directo a la sien del niño; que el brazo de la cruz le había caído exactamente en su cabecita, matándolo del golpe. Eso si, que no había sufrido el niño.
En aquél instante de aquél ingrato momento, todos nos miramos, unos a otros, sin saber qué hacer y recogimos lo que pudimos en silencio y nos fuimos de allí. Ya no tuvimos sosiego, todos nos regresamos cabizbajos, ya no hablamos, los pensamientos nos trajeron en su remolino.
Nos venimos detrás del papá y la mamá del niño que ya no tenían sosiego por nada del mundo, ahí veníamos con nuestra pena, si, todos estábamos cabizbajos, veníamos en hilera desparramada todo lo contrario a como habíamos ido al panteón. Y lo que son las cosas: esa noche se veló la criaturita, se le cantó, se le lloró con todo el amor que teníamos para él, y el día tres lo fuimos a sepultar, a dos días de los muertitos inocentes.
Lo que son las cosas… ¿Verdad?

___FIN___


“UN INOCENTE MÁS”
De: Alberto Trejo Juárez
El día era muy bonito, desde en la mañana. Ese ingrato día nadie nos imaginábamos lo que se nos avecinaba en aquél día de muertos. Era el día dos de noviembre; el día de Todos Santos. En la mañana nos reunimos en casa de uno de los hermanos más chicos, en casa del Víctor, que es más chico que Ana y que la misma Natalia; que esa sin importar su edad nos maneja como ella quiere. Para ser exactos ella es la mediana de la familia, pero sigue siendo de los más chicos. Cuando yo llegué a la casa del Víctor todos me dijeron “¡Qué bueno que ya llegaron, Nabor!” “Ya tenemos las ofrendas reunidas para ir al panteón a celebrar con papá José Carmen” Por estas fechas mencionar a papá José Carmen me entraba el sentimiento. Hacía ya treinta y… no, treinta y cuatro años. Yo era un “chaval” todavía cuando él se fue para siempre de este canijo mundo. Al oír a Natalia, la mandona, se me rasaron los ojos por las lágrimas, o tal vez será que ya estoy viejo, no por algo soy el más viejo de todos los hermanos. Eso si desde mí, el más grande, hasta la “shocoyota”, que es la Cristinita. Ella nació cuando a mi papacito le faltaban nada más tres años para morirse. El murió que de cirrosis hepática, por aquello de la tomadera. Siempre le gustó el trago a mi santo jefecito. Al último tiraba unas flemotas , tan espesas, que válgame la Virgen Santa. Todos veíamos que se le estaba escapando la vida en sus tosidos, en trocitos de tosidos y la salida de las dichosas flemas que ya no le abandonaban, sin contar con la salida de su sangrecita por nariz y boca. Me acuerdo que se fue después de torcer sus ojitos cuando yo lo tenía arretrancado contra mi pecho, allá en la cama del hospital. Se estiró y allí quedo todo guango de su cuerpo. Se había despedido de esa forma de la vida.
Acá siempre ha sido la costumbre de tener muchos hijos, que para cuando “llegue la hora”: Que haya muchos ojos que le lloren a uno. Y a él se le cumplió su deseo. Doce hijos de al tiro tuvieron él y mamá Marianita.
El caso es que ese hermoso día soleado, bonito que estaba el canijo día. Cada uno agarró a sus hijos, los chiquitos, y los grandes, pues allá iban adelante marcándonos el camino a sus padres y a sus tíos más viejos de la familia. Las mujeres, todas repartieron las ollas y cazuelas, así como canastas con tortillas calientes, recién hechecitas. Para eso ellas se organizaron como siempre que nos juntamos para una fiestecita, o ida al campo. A cada quién nos dieron algo para ayudar en la llevada de la comida al camposanto, para ir a visitar a mi jefecito, a su última morada. A mamá Marianita la íbamos a ver hasta su pueblo en el mes de junio, que fue el mes que ella se despidió del mundo, y su santa voluntad fue que la lleváramos hasta su pueblo. Que por cierto está ya casi con el estado de Querétaro, hasta allá vamos a dejarle su ramo de gladiolas, que era su flor favorita “A mí cuando me muera me llevan gladiolas. No me vayan a llevar zempatzuchil , esa flor de muertos no me gusta; me llevan de la otra, para así sentir que estoy viva todavía ¿eh? No se les olvide” Así nos dijo siempre en vida, y sus órdenes se han cumplido al pie de la letra. No faltaba más.
Pues nada que ahí íbamos al paso, platicando cada uno sus historias, historias que no dejan de suceder en el tiempo que nos dejamos de ver.
No faltó que una de las hermanas platicó, secundada por su viejo. Que su hija, la más grande, la Herminia, ya se les había juido con el novio, que al final de cuentas ni lo conocían ellos, menos la familia. Comentaron casi en secreto para toda la familia, los hermanos y hermanas: Que el mero día de Santo señor San Isidro; en la noche casi se trastabillaban con ella, cuando iban para su casa, después de ir a la fiesta. Que allí estaban atravesados en el camino amándose los dos. Dijeron, un poco turbados, que solo se rodaron en el camino hacia la orilla. Que ya cuando iban a unos pasos voltearon a verlos, y en la oscuridad vieron que el muchacho, se iba subiendo los pantalones y que salió corriendo rumbo al lado tupido del pueblo. Que ella se quedó allí gateando buscando los matorrales que había a la orilla del camino. Dijeron que cuando ella llegó a su casa reconocieron el vestido floriado que le habían visto en la penumbra a la chamaca del camino. Para esto, mientras íbamos en la plática, ya íbamos por el ojito de agua que tenía el pueblo desde siempre. Aquél del que tomábamos el agua para las casas. Ya después ya no, porque metieron tubería a todo el pueblo. En eso si se puso guapo el gobierno, hace ¿qué?...ya casi va para veinte años. Cuando nosotros éramos niños ni para cuando; era solo como un sueño.
De allí donde íbamos ya se devisaba el panteón allá a lo lejos, completamente lejos del pueblo. El panteón estaba en lo que fueron los dominios de la hacienda de San  Antonio. Hacía un calorcito muy sabroso ese día, ya se antojaban las cervecitas que los hijos y sobrinos llevaban allá adelante, para ponerlas en la sombra al pié del ocotito que le plantamos al lado de la tumba de mi papacito, para que siguieran fresquecitas.
Volviendo a lo platicado por mí hermana. A la chamaca le dieron su regañiza, dijeron;  que la castigaron no dejándola salir a partir de ese día. Pero la canija les veló el sueño; al otro día, platicaron, que ellos solo oyeron un silbido, muy entre sueños en la madrugada ya del otro día. Al amanecer no apareció en su cama, ya se había huido. Y es hora que no saben nada de ella ¡Hay los muchachos! No miden riesgos ni peligros, echan a perder sus vidas, pero… “Nadie experimenta en cabeza ajena” por más consejos que se  les den.
Ya cuando volteamos a ver por donde habíamos pasado hacía un rato, vimos al sauce llorón y el fresno que crecen junto al ojito de agua, allá nos miraban cómo nos alejábamos de ellos, ya no nos quedamos a jugar a su sombra o trepados en sus ramas, como cuando éramos niños, esos tiempos ya se habían ido para nosotros, ya andábamos en la edad madura, con responsabilidades, penas y alegrías de familia.
Por estas fechas ya todos los cerros de por acá afuera del pueblo, y sus alrededores, están ya de color chocolate porque ya se fueron las lluvias, dejando la promesa de volver el año entrante y dejando en su lugar después de dar sus frutos y semillas todo lo que creció en el año. Para al final dejar el paisaje en rastrojos y hierba mala, seca; y dejando también los primeros polvos que se levantan, ya no se si son los primeros o últimos polvos del año. El chiste es que el paisaje se ve tristón de al tiro.
Llegamos al panteón, ya allá nos esperaban los sobrinos y los hijos. Los más chiquitos, que era una pipiolada, como decía mi mamacita, muchos niños. Que habían llegado hasta allá jugueteando y haciéndose las famosas carreras de los niños con el: “A ver quién llega primero a tal parte” y salían corriendo dejándonos atrás a todos los grandes. Cuando llegamos allá, ellos  ya andaban correteándose entre las tumbas. No les decíamos nada porque venimos, y todo el pueblo viene, a hacer fiesta con los muertitos de cada familia. Así que también los niños estaban como de fiesta con su gritería.
Las mujeres, después que limpiamos la tumba, se acomidieron a extender un mantel de cuadrillé encima de la misma lápida, y acomodaron las cacerolas platos y cazuelas a manera de mesa. Todos agarramos plato con guisado, tortillas y cerveza o refresco. Y nos acomodamos como pudimos; unos, sentados sobre otras tumbas no visitadas, o recargados en ellas. No faltó que uno de los hijos trajera un radio de pilas, algunos de ellos se pusieron a bailar después de comer. Que para bajar la comida. Habíamos comido: tortas de camarón con romeritos, chicharrón con chile verde, arroz, papas con chorizo, frijoles refritos. Todos estábamos gustosos compartiendo en familia, platicando las aventuras de todos, fue cuando oímos un golpe seco, un sonido a cemento hueco en la parte de atrás de la tumba de mi papacito. Todos vimos ahí caído abrazado todavía a la cruz de mi papá, era una cruz pesada hecha de granito que se le había caído encima al Jordancito, cuando voltee a verlo, estaba el inocente angelito como muñeco desguanzado, estaba caído por detrás de la cabecera de la tumba, su cuerpecito se miraba todo suelto y como si estuviera mal acomodado. A mí me entró una ansiedad de verlo así y después, ver al papá y la mamá correr como locos “¡No te mueras mi hijito, no nos dejes!” decía el papá y sus lágrimas caían sobre su hijo. Iban como idos con rumbo al pueblo con su inocentito en brazos. Era el niño más chico de la familia de Víctor, apenas tenía cuatro añitos. Que al ver allí tirado a su hijo había corrido a levantarlo, corrió con la esperanza que estuviera vivo todavía, después supimos que fue a buscar al médico del pueblo. El doctor le dijo que ya había fallecido el niño, que el golpe había ido directo a la sien del niño; que el brazo de la cruz le había caído exactamente en su cabecita, matándolo del golpe. Eso si, que no había sufrido el niño.
En aquél instante de aquél ingrato momento, todos nos miramos, unos a otros, sin saber qué hacer y recogimos lo que pudimos en silencio y nos fuimos de allí. Ya no tuvimos sosiego, todos nos regresamos cabizbajos, ya no hablamos, los pensamientos nos trajeron en su remolino.
Nos venimos detrás del papá y la mamá del niño que ya no tenían sosiego por nada del mundo, ahí veníamos con nuestra pena, si, todos estábamos cabizbajos, veníamos en hilera desparramada todo lo contrario a como habíamos ido al panteón. Y lo que son las cosas: esa noche se veló la criaturita, se le cantó, se le lloró con todo el amor que teníamos para él, y el día tres lo fuimos a sepultar, a dos días de los muertitos inocentes.
Lo que son las cosas… ¿Verdad?

___FIN___